El infierno en la tierra

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Para Joan (nombre ficticio para preservar su identidad), estos días están siendo los peores de su vida. Todo era normal en la tranquila villa de Sant Pere del Bisbe hasta que el párroco de la pequeña iglesia del siglo XVI enclavada en lo más alto del pueblo dio lugar a la campaña que ha llevado a Joan a desear no haber nacido.
Con 19 años recién cumplidos, Joan nunca ha besado a una chica. Y no le importa, porque a él le van los “hombres de pelo en pecho”. Joan confesó a su familia que era gay hace ahora dos años, cuando sintió que no podía vivir más dentro de aquel sofocante armario de miradas y comentarios. Ahora desea no haberlo hecho nunca.
El cura del pueblo, o D. Manel, como lo conoce todo el mundo, lleva veinte años pastoreando almas en este perdido rincón de la Osona más profunda. Todo el mundo escucha con respeto sus sermones e intenta seguir sus consejos en lo posible.
Hace un año, D. Manel dio un sermón que dejó congelada a la familia de Joan y cayó como un terremoto entre los vecinos. En él, dijo cosas como que “los homosexuales son un ejemplo de lo que el diablo puede hacer cuando los creyentes relajan sus convicciones” o que “permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo, además de ir contra natura, inhabilitaba a los que lo aceptan para salvarse de la condenación eterna.”
Todo ello habría quedado en las soflamas reaccionarias de un párroco sexagenario de no ser porque la junta local de Acción Católica decidió hacer honor a su nombre y pasar a la acción. Los hombres y mujeres que la componen, jubilados en su mayoría, iniciaron entonces una campaña de propaganda y de recogida de firmas para prohibir la homosexualidad en su comunidad que fue creciendo hasta convertirse en lo que ahora Joan no puede creer: una declaración popular de destierro, un ostracismo en el siglo XXI por motivos de identidad sexual.
Alegando que el pueblo había hablado y que por una gran mayoría habían determinado limpiar su pueblo del pecado, un centenar de vecinos comenzó a manifestarse frente al ayuntamiento exigiendo al alcalde que los recibiera.
D. Josep Orts, que así se llama el primer edil, pertenece a un partido independiente local, Sant Pere en Comú. Al principio creyó que aquello era sólo un pasatiempo pasajero de un puñado de jubilados, pero cuando el primer domingo de agosto abrió el balcón consistorial no podía creer lo que veía: la inmensa mayoría de sus convecinos abarrotaban la plaza del pueblo, portando carteles con mensajes homófobos y cantando letanías religiosas.
Para apaciguar a la masa, los recibió y oyó sus peticiones. En vano intentó hacerles ver que lo que pretendían era flagrantemente ilegal e inconstitucional. Los vecinos alegaron que si el pueblo decidía que unas leyes eran injustas, tenían toda la legitimidad del mundo para desobedecerlas. Es más, añadían, él –como representante del pueblo- tenía la obligación de atender sus demandas, pues para eso lo habían puesto ahí.
De eso a convocar un referéndum para prohibir la homosexualidad en la localidad pasaron sólo unas semanas. Se imprimieron papeletas, se pusieron urnas en el colegio de primaria y en el salón de actos del ayuntamiento. Como era de esperar, los resultados obtenidos (88 a favor, 9 en contra y 3 de votos en blanco) supusieron una algarabía entre los santperesanos y la dimisión inmediata del secretario municipal, quien –echándose las manos a la cabeza- se negó a participar en lo que él denomina “una pantomima de democracia que vulnera derechos básicos y se salta la ley a la torera.”
Mañana, Joan cogerá el tren para Barcelona. No sabe cuándo podrá volver a pisar las calles por donde jugaba de pequeño. Algunos vecinos lo miran con tristeza y otros vuelven la cabeza cuando se cruzan con él. Debe de ser muy duro ser el diablo entre tantos santos.

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